(El pez en el agua, 1993)
…André Coyné tradujo «El desafío» al francés, pero fue Georgette Vallejo la que revisó y pulió la traducción, trabajando conmigo. Yo conocía a la viuda de César Vallejo porque iba con frecuencia a visitar a Porras, pero sólo en esos días, ayudándola en la traducción, en su departamento de la calle Dos de Mayo, nos hicimos amigos. Podía ser una persona fascinante, cuando contaba anécdotas de escritores famosos que había conocido, aunque ellas estaban siempre lastradas de una pasión recóndita. Todos los estudiosos vallejianos solían convertirse en sus enemigos mortales. Los detestaba, como si por acercarse a Vallejo le quitaran algo. Era menuda y filiforme como un faquir y de carácter temible. En una célebre conferencia en San Marcos, en la que el delicado poeta Gerardo Diego contó bromeando que Vallejo se había muerto debiéndole unas pesetas, la sombra de la ilustre viuda se irguió en el auditorio y volaron monedas sobre el público, en dirección al conferencista, a la vez que atronaba el aire la exclamación: «¡Vallejo siempre pagaba sus deudas, miserable!» Neruda, que la detestaba como ella a él, juraba que Vallejo tenía tanto miedo a Georgette que se escapaba por los techos o las ventanas de su departamento de París para estar a solas con sus amigos. Georgette vivía entonces muy pobremente, dando clases privadas de francés, y cultivaba sus neurosis sin el menor embarazo. Ponía cucharaditas de azúcar a las hormigas de su casa, no se quitaba jamás el turbante negro con que siempre la vi, se compadecía con acentos dramáticos de los patos que decapitaban en un restaurante chino vecino a su edificio y se peleaba a muerte —con durísimas cartas públicas— con todos los editores que habían publicado o pretendían publicar la poesía de Vallejo. Vivía con una frugalidad extrema y recuerdo que, una vez, a Julia y a mí, que la invitamos a almorzar a La Pizzería de la Diagonal, nos riñó, con lágrimas en los ojos, por haber dejado comida en el plato habiendo tantos hambrientos en el mundo. Al mismo tiempo que intemperante, era generosa: se desvivía por ayudar a los poetas comunistas con problemas económicos o políticos a los que, a veces, en tiempos de persecución, ocultaba en su casa. La amistad con ella era dificilísima, como atravesar un campo de brasas ardientes, pues la cosa más nimia e inesperada podía ofenderla y desencadenar sus iras. Pese a ello, se hizo muy amiga nuestra y solíamos buscarla, llevarla a la casa y sacarla algunos sábados. Luego, cuando me fui a vivir a Europa, me hacía encargos —que le cobrara algunos derechos, que le enviara algunas medicinas homeopáticas de una farmacia del Carrefour de l'Odéon, de la que era cliente desde joven— hasta que, por uno de estos mandados, tuvimos también un pleito epistolar. Y, aunque nos reconciliamos después, ya no volvimos a vernos mucho. La última vez que hablé con ella, en la librería Mejía Baca, poco antes de que se iniciara esa terrible etapa final de su vida, que la tendría años hecha un vegetal en una clínica, le pregunté cómo le iba: «¿Cómo le puede ir a una en este país donde la gente es cada día más mala, más fea y más bruta?», me contestó, refregando las erres con delectación…
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